En 1995, la ONU definió la violencia de género como “Todo acto de violencia sexista que tiene como resultado posible o real un daño físico, sexual o psíquico, incluidas las amenazas, la coerción o la privación arbitraria de libertad, ya sea que ocurra en la vida pública o en la privada”. Esta definición marcó un hito importante en el reconocimiento y abordaje de este problema. En nuestro país, el artículo 153 del Código Penal y sus reformas de 1999 y 2003, junto con el artículo 173.2, que trata la violencia doméstica como maltrato, reflejan el esfuerzo por abordar esta problemática de manera más realista y objetiva.
Investigaciones como las de Delgado et al. (2007) sugieren que la violencia de género está estrechamente relacionada con cómo se entienden las relaciones entre mujeres y hombres. Se puede inferir que estos comportamientos violentos derivan de roles estereotipados y disfuncionales aprendidos a lo largo del tiempo, a menudo dentro del entorno familiar. En sociedades donde las jerarquías de género no existen y ambos géneros tienen el mismo poder y control, los niveles de agresión son significativamente menores (Expósito, 2011).
Es crucial no solo aumentar la cantidad y calidad de la documentación científica sobre este tema, sino también explorar la experiencia psicológica tanto de las víctimas como de los agresores, a menudo relegados a un segundo plano por razones obvias.
Es importante distinguir entre conflictos normales en parejas sanas, que buscan resolver los problemas, y la violencia en parejas disfuncionales, donde la agresión es la estrategia predominante. Las víctimas de violencia de género a menudo tienen recuerdos fragmentados de los abusos, con la mente eliminando o relegando al inconsciente muchos episodios traumáticos. Sin embargo, los recuerdos más vívidos y traumáticos se graban con precisión, mostrando el profundo daño psicológico causado, que se convierte en secuelas con el tiempo y la repetición de la violencia.
María Luisa (nombre ficticio), por ejemplo, recuerda cómo, mientras jugaba con su hija en la alfombra, su pareja llegó cansado del trabajo y, sin mediar palabra, la golpeó en la cara, culpándola de no respetar su cansancio. Este episodio de agresión física fue precedido por controles sobre su vestimenta, amistades y trabajo, así como el manejo exclusivo de las finanzas familiares, creando un ambiente de constante coerción y amenaza.
Desde el ámbito forense, se evalúa tanto la violencia física y sexual como la violencia psicológica, que busca controlar la conducta, pensamientos y sentimientos de la víctima. El ciclo de la violencia, descrito por Leonor Walker (1979), con sus fases de aumento de la tensión, explosión y luna de miel, es una herramienta clave para entender estos patrones, junto con otros aspectos psicológicos como la baja autoestima y deficiente asertividad que pueden caracterizar a las víctimas.
Además, es fundamental entender la psicología de los agresores. A menudo estigmatizados y poco comprendidos más allá de la noticia y la condena, estos individuos también necesitan respuestas y tratamiento adecuado por parte de la sociedad.
Existen programas de reeducación para agresores de violencia de género, como el “Programa para el Tratamiento Psicológico de Maltratadores” (Graña, Muñoz, Redondo y González, 2008) y el Programa de Intervención para Agresores de Violencia de Género en Medidas Alternativas (PRIA MA) (Suárez et al., 2015). Estos programas buscan extinguir conductas violentas y modificar actitudes y creencias sexistas en los agresores, contribuyendo a una transformación social más profunda y sostenible.